Un niño de cabello revuelto mira atentamente el cielo nocturno desde el balcón de su habitación. Es casi medianoche, y su pálido rostro está tímidamente iluminado por la luz de la luna, tan solitaria como él. Sus ojos, de un profundo azul, están enrojecidos desde hace dos noches debido a la falta de sueño. Sus pies descalzos están subidos a un pequeño taburete, el cual le permite apoyar su cabeza en la barandilla. No parece tener más de diez años.
Su vista está fija en las estrellas, sus únicas compañeras esa noche, las cuales, por momentos, parece que le devuelven la mirada. Algo dentro de él se niega a creer que no haya vida más allá.
Una pequeña brisa acaricia al pequeño, agitando su pelo, tan oscuro como el ala de un cuervo. La escena no difiere demasiado de la noche anterior, sin embargo, está a punto de ocurrir algo que hará que este momento quede grabado para siempre en la mente del niño.
Una brecha comienza a aparecer en el cielo, lo suficientemente pequeña como para pasar desapercibida ante los ojos de cualquiera, pero no para los del muchacho. No entiende qué es lo que ha visto, si siquiera será real o producto de su imaginación; aunque en su interior, desea que no lo sea.
Con el corazón latiéndole a toda prisa, se baja del taburete y lo sostiene fácilmente con una mano. Regresa al dormitorio y cierra la ventana corredera con cuidado de no hacer ningún ruido. Cruza la habitación en dirección a la puerta, gira el pomo con delicadeza, y tratando de ser lo más silencioso posible, sale al pasillo. Está oscuro y tranquilo; la casa parece que está tan dormida como sus habitantes, todos excepto él.
Camina en dirección a las escalaras, las cuales sube en silencio y con los nervios a flor de piel. Cuando por fin llega a su objetivo, solo espera que nadie le haya oído. Tendría que dar muchas explicaciones de por qué está todavía despierto y qué narices está haciendo allí.
El estudio está completamente a oscuras, pero el niño no se atreve a dar la luz. Avanza a tientas, tratando de no chocarse con nada. El telescopio lo espera al otro lado de la ventana, y es la razón por la que se ha arriesgado a recibir una reprimenda.
Ya en el exterior, deja el taburete en el suelo y se sube en él para poder mirar a través de la lente. Lo ha hecho otras veces, con el permiso de su madre, quien le enseñó a usarlo.
La grieta en el cielo está ahí, ahora la puede ver claramente, es imposible que se la hubiera imaginado.
— ¡Alexander! ¿Qué estás…? — la voz de su madre suena a sus espaldas, sobresaltándolo — . ¿Tú también lo has visto?
El chico asiente y madre e hijo se quedan mirándose unos instantes. De pronto, una extraña luz comienza a bañar la habitación, que hasta ahora había permanecido en completa oscuridad. La luz es tan fuerte que parece que se está haciendo de día, aunque aún quedan horas para que eso ocurra.
— Ya no vas a necesitarlo — dice ella señalando el telescopio — . Mira con tus propios ojos.
Su madre tiene razón, en pocos segundos, la grieta se ha agrandado y por ella está saliendo una luz intensa.
— ¿Amara…? — dice Alexander apenas en un susurro.
— No creo que esto sea cosa de los dioses… — su madre le pasa el brazo por los hombros, mientras mira atónita el cielo.
La grieta ha adoptado una forma ovalada, y de ella han comenzado a salir criaturas de todos los colores y tamaños, seres a los que el mundo humano los bautizaría en el futuro como “Evos”.
